El Iniciado es aquel….

El ermitaño

El iniciado es aquel que posee la lámpara de Trismegisto, el manto de Apolonio y el bastón de los patriarcas.
La lámpara de Trismegisto es la razón ilusionada por la ciencia, el manto de Apolonio es la posesión completa de sí mismo, que aísla al sabio de las comentes instintivas y el bastón de los patriarcas, es el socorro de las fuerzas ocultas y perpetuas de la naturaleza.
La lámpara de Trismegisto ilumina el presente, el pasado y el porvenir, muestra al desnudo la conciencia de los hombres, e ilumina los repliegues del corazón de las mujeres. La lámpara brilla con triple llama, el manto se pliega tres veces y el bastón se divide en tres partes.
El número nueve es, por tanto, el de los reflejos divinos; manifiesta la idea divina en toda su potencia abstracta; pero manifiesta también el lujo en la creencia y por consecuencia la superstición y la idolatría.
Por esta causa Hermes le ha hecho el número de la iniciación porque el iniciado reina sobre la superstición, y por la superstición puede marchar sólo en las tinieblas, apoyado en su bastón, envuelto en su manto e iluminado por su lámpara.
La razón ha sido otorgada a todos los hombres, pero no todos saben hacer uso de ella; es una ciencia que es necesario aprender. La libertad ha sido ofrecida a todos, pero no todos pueden ser libres; es un derecho que es preciso conquistar. La fuerza es para todos, pero no todos saben
apoyarse en la fuerza; es un poder del que es necesario apoderarse.
No llegamos a nada que nos cueste más de un esfuerzo. El destino del hombre es el de enriquecerse
con lo que gane y que de seguida tenga como Dios, la gloria y el placer de la dádiva.
La ciencia mágica se llamaba en otro tiempo el arte sacerdotal y el arte real1, porque la iniciación
daba al sabio el imperio sobre las almas y la aptitud para gobernar las voluntades.
La adivinación es también uno de los privilegios del iniciado, pues la adivinación no es otra cosa
que el conocimiento de los efectos contenidos en las causas y la ciencia aplicada a los hechos del
dogma universal de la analogía.
Las acciones humanas no se escriben solamente en la luz astral; dejan también sus huellas sobre el
rostro, modifican el porte y el continente y cambian el acento de la voz.
Cada hombre lleva consigo la historia de su vida, legible para el iniciado. Porque el porvenires
siempre la consecuencia del pasado y las circunstancias inesperadas no cambian casi nada de los
resultados racionalmente esperados.
Puede, pues, predecirse a cada hombre su destino. Se puede juzgar de toda una existencia por un
solo movimiento; un solo defecto presagia toda una serie de desgracias. César fue asesinado porque
le avergonzaba de ser calvo; Napoleón murió en Santa Elena porque le gustaban de las poesías de
Ossián; Luís Felipe debía abandonar el trono, como lo abandonó, porque tenían un paraguas. Estas
no son más que paradojas para el vulgo, que no saben las relaciones ocultas de las cosas; pero son
motivos para el iniciado, que todo lo comprende y de nada se asombra.
La iniciación preserva de las falsas luces del misticismo; da a la razón humana su valor relativo y su
infalibilidad proporcional, uniéndola a la razón suprema por medio de la cadena de las analogías.
El iniciado no tiene, pues, ni esperanzas dudosas, ni temores absurdos porque no poseen creencias
irrazonables; sabe lo que puede y nada le cuesta osar. Así, para él, osar es poder.
He aquí, pues, una nueva interpretación de los atributos del iniciado; su lámpara representa el saber;
el manto en que se envuelve representa su discreción y su bastón es el emblema de su fuerza y de su
audacia. Sabe, osa y se calla.
Sabe los secretos del porvenir, osa en el presente y se calla acerca del pasado.
Sabe las debilidades del corazón humano, y osa servirse de ellas para realizar su obra y se calla
sobre sus proyectos.
Sabe la razón de todos los simbolismos y de todos los cultos, osa practicarlos o abstenerse sin
hipocresía y sin impiedad y se calla sobre el dogma único de la alta iniciación.
Sabe la existencia y conoce la naturaleza del gran agente mágico, osa realizar los actos y pronunciar
las palabras que le someterán la voluntad humana y se calla sobre los misterios del gran arcano.
Así podéis verle con frecuencia triste, pero nunca abatido ni desesperado; con frecuencia pobre,
pero nunca envilecido ni miserable; con frecuencia perseguido, pero nunca rechazado ni vencido.
Se acuerda de la viudez y del asesinato de Orfeo1, del exilio y de la muerte solitaria de Moisés, del
martirio de los profetas, de las tortugas de Apolonio, de la cruz del Salvador; sabe en qué abandono
murió Agrippa, cuya memoria todavía es calumniada; sabe a qué fatigas sucumbió el gran Paracelso
y todo cuanto debió sufrir Ramon Lluli para llegar, finalmente, a su sangrienta muerte. Se acuerda
de Sweden-borg haciéndose el loco, o aun perdiendo verdaderamente la razón, a fin de hacerse
perdonar su ciencia; de San Martin, que se ocultó toda la vida; de Cagliostro, que murió
abandonado en los calabozos de la inquisición; de Cazotte, que subió al cadalso. Sucesor de tantas
víctimas, no por eso osa menos, pero comprende, cada vez más, la necesidad de callar.
Imitemos su ejemplo, aprendamos con perseverancia; cuando sepamos, osemos y callémonos.

 

Eliphas Levi, (Dogma y ritual de alta magia)

Deja un comentario

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.