Persecucion de la Iglesia a la brujería.

En realidad, la Iglesia prestó poca atención al tema de la magia hasta el siglo XIV. Todavía en 1257, el papa Alejandro IV les recordó a los inquisidores, mediante bula, que no debían distraerse de su deber esencial, que era la depuración de los herejes, no la persecución de las brujas, que era aún competencia de las autoridades civiles como cuestionadoras del ordenamiento social. Todavía en tiempos de Alejandro IV, la brujería no era considerada una forma de herejía. Aún así, en la época de Clemente V, los templarios serían perseguidos por la Inquisición. La principal acusación que pesó sobre ellos sería la de adorar a un enorme ídolo en forma de macho cabrío llamado Bafomet. También en este caso, la autoridad civil del rey Felipe de Francia, llamado «el hermoso», se aliaría con la autoridad religiosa para acabar con la poderosísima Orden del Temple, que había sido fundada en 1118 para proteger el Santo Sepulcro, y a los peregrinos que acudían a Tierra Santa, de la amenaza sarracena. Pero el caso de los templarios, aunque declarados herejes por el Pontífice, puede que sea un ejemplo de lucha política más que religiosa. Hubo demasiados intereses económicos de por medio. Por este motivo, no nos detendremos en su estudio. Aunque eso sí, la historia de la Iglesia es también la historia de sus intereses económicos y de su ambición política.
La situación comenzó a cambiar con el papa Juan XXII. En 1320 promulgó la bula Super illius specula, donde estimulaba a los inquisidores para que buscaran nuevos, y más radicales, métodos de represión. A este pontífice le debemos la abolición de toda distinción entre la herejía y la brujería. Fue Juan XXII quien determinó que fuese actividad inquisitorial la búsqueda, persecución y exterminio de las brujas. Por los mismos años, el famosísimo inquisidor Bernardo Gui, daría a conocer su Práctica Inquisitionis Haereticae Pravitatis, libro para uso de inquisidores, y donde ya aparecía la hechicería como crimen que debía atajarse de raíz. En 1376, Nicolás Eymerich escribiría el no menos célebre Directorium inquisitorum, el más renombrado Manual de Inquisidores de la época, que no dejaría de reeditarse hasta el siglo XVII, y donde se daban por ciertas todas las fantasías y elucubraciones mentales, de una perversidad sin parangón, que se decían de las brujas.
No obstante, no eran más que los prolegómenos. La Iglesia Católica sólo estaba calentando motores. Tal y como nos confirma Lea en su fundamental libro La Inquisición en la Edad Media, la persecución que se llevó a cabo entre los siglos XIII y XV no fue más que un preludio a «las ciegas y disparatadas orgías de destrucción que infamaron el siglo y medio siguiente. Parecía como si la cristiandad hubiera echado raíces en el delirio».
El paso definitivo lo daría el Papa Inocencio VIII. Con él, acabaría siendo traicionada la tradición de la Iglesia que condenaba la superstición. Las palabras de San Pablo fueron olvidadas. A las condenas de San Agustín les darían un nuevo uso. A partir de Inocencio VIII, a la Iglesia de Roma le convino que los fieles creyeran en las supersticiones. En diciembre de 1484 se promulgó la bula Summis desiderantes affectibus. Con ella, la brujería comenzó a ser una realidad temible. Dos años más tarde, en 1486, el Sumo Pontífice le otorgó su suprema autoridad a dos dominicos psicópatas y sanguinarios, Heinrich Kramer y James Sprenger. Por orden del Papa escribieron el Malleus Maleficarum, el Martillo de las brujas, e iniciaron el verdadero desconeje en Alemania, y que se extendería por toda Europa. Este libro fue un auténtico best-séllers del momento, y durante tres siglos fue lectura obligatoria de inquisidores y jueces. Como bien dejó dicho el teólogo Peter de Rosa en su fundamental y heterodoxo libro Vicarios de Cristo:
«En la actualidad, es un libro de cabecera para informarse acerca de las penalidades impuestas a las brujas. Contiene un corpus teológico completo sobre hechicería que resulta insuperable por las insensateces presentadas como análisis científicos.
Durante tres siglos se halló en el estrado de todo juez, sobre la mesa de todo magistrado. El prefacio de las numerosas ediciones de esta obra repleta de perdición era la bula de Inocencio VIII».
El lector interesado podrá, si así lo desea, leer algunos fragmentos de la obra en los apéndices que incluyo al final del libro.
Como curiosidad, quiero dejar dicho que en España, y pese a la justa fama que tuvo nuestra Inquisición como institución depravada, la caza de brujas fue mucho menor que en el resto de Europa. Aunque también hubo casos, la Inquisición española estuvo siempre más interesada en reprimir otro tipo de manifestaciones heterodoxas, como el criptojudaísmo o el protestantismo. Tendremos ocasión de verlo más adelante. De hecho, hasta 1582, la nigromancia y la astrología fueron materias que se impartían en las universidades españolas. Aquí, la brujería y la hechicería, salvo algunos casos muy puntuales, no acabaron de ser consideradas como formalmente heréticas, pues se consideraba que su práctica no cuestionaba el dogma religioso imperante ni el poder de la Iglesia. Un ejemplo muy significativo de esto es La Celestina de Fernando de Rojas, de finales del siglo XV, donde la vieja alcahueta que protagoniza la obra practica la brujería sin sufrir persecución por ello, y donde estos conocimientos son tenidos como cosa habitual, incluso cotidiana, propios de la época y de la sabiduría popular. En definitiva, los inquisidores españoles consideraron la brujería un mal menor. Hasta tal punto fue así que en 1614 la Inquisición española publicó unas celebres Instrucciones para tales casos, cuyos treinta y dos artículos recomendaban mantener la cautela y practicar la benevolencia en todo lo referente a estos delitos.
En Europa, pero sobre todo en Alemania y Francia, los siglos XV, XVI y XVII, con su Reforma y su Contrarreforma, conforman la Edad de Oro de la Brujería. El mundo se llenará de íncubos y de súcubos, las posesiones diabólicas estarán al orden del día, los conventos vivirán bajo sospecha continua, pues los hombres y las mujeres de Dios son los más tentados por el maligno. Serán frecuentes los pactos con el Demonio, se celebrarán los aquelarres, se practicarán toda clase de maleficios, de embrujamientos, de asesinatos mágicos. Se pondrán de moda los bebedizos, los filtros de amor, los envenenamientos y los brebajes a base de plantas mágicas, y cualquiera que anduviera coqueteando con dichas pócimas sería sospechoso, pues de ellos se valía Satanás para perder a los hombres y a las mujeres. Todo ello supuestamente, por supuesto.

En una época en la que impera la creencia de que todo en el mundo significa algo, de que todo tiene un sentido distinto del que aparenta, cualquiera que pretendiese alcanzar algún elevado significado espiritual corría el peligro de ser acusado de brujería, y su destino sería la hoguera. La nigromancia, la astrología, la quiromancia, las diferentes clases de conjeturas obtenidas de mil y un elementos, los augurios sacados de los fenómenos atmosféricos, las suertes echadas de mil maneras y todo lo que sonara a esotérico, mágico o alquímico, todo será escrutado por las instituciones que velaban por el mantenimiento de la ortodoxia, y todo fue razón y motivo para encender la leña.
Los demonólogos de la época difundieron la creencia de que los brujos y las brujas estaban poseídos y habían hecho pactos con el Diablo, a quien adoraban en la ceremonia del Sabat o Aquelarre, y que todos ellos formaban una secta herética que pretendía constituir una Iglesia contraria a la Iglesia de Dios, es decir, una Anti-Iglesia de Satanás. El famoso erudito del siglo XVI Jean Bodin, autor de una obra titulada De la demoniomanía de las hechiceras, llegó a establecer los quince crímenes que con más frecuencia cometían las brujas, a saber: renegar de Dios; blasfemar contra Dios; adorar al Diablo; entregar sus hijos al Diablo; sacrificar a los niños al Diablo antes de ser bautizados; consagrar los niños a Satanás desde el vientre de su madre; prometer al Diablo atraer a su servicio a otros muchos; jurar en nombre del Diablo; no respetar ninguna ley natural y cometer incesto; matar a las personas, cocerlas y comérselas luego; alimentarse de carne humana y aun de la de los ahorcados; asesinar a otras personas por medio de sortilegios y venenos; acabar con el ganado; secar los frutos y causar la esterilidad de las gentes de bien; y, por último, pero es mandamiento que los agrupa a todos, hacerse en todo esclavos del Diablo y obedecer sus órdenes.
Y por todo ello hubo persecuciones, delaciones, seguimientos, juicios, causas abiertas y hombres, mujeres y niños llevados a la hoguera acusados de brujería, tratos con Satanás o posesión diabólica, frecuentemente de forma epidémica. La acción de la justicia no tardaba en actuar. Se abría una investigación, se personaban los santos inquisidores en los lugares malditos, iniciaban sus diligencias, interrogaban a mansalva, torturaban con piedad, sentenciaban con rigor, y, con clemencia, entregaban a los reos al brazo secular para que fuesen ejecutados piadosamente. Y todo ello en nombre de Dios.
Durante estos siglos oscurísimos, la Iglesia de Roma renegó de las palabras de Cristo y acogió con entusiasmo estas otras del Éxodo:
«A la hechicera no dejarás que viva».
Desde finales del siglo XV, en Europa hubo, o se inventaron, las siguientes epidemias de posesión y brujería, según un catálogo realizado por LF. Calmen, y que Vicente Risco reprodujo en su extraordinario libro sobre Satanás. Algunas son de sobra conocidas:
-1491-1494: En un convento de monjas de Cambrai (Condado de la Marche).
-1551: En Uvertet (Condado de Hoorn).
-1552: En Kintorp, cerca de Estrasburgo.
-1554: En Roma, con 84 personas afectadas.
-1555: En Roma, con 80 niños de un orfanato.
-1560-1564: En el convento de Nazareth, en Colonia.
-1566: En Findlingsteim, en Amsterdam, entre 30 y 70 niños.
-1590: En Milán, con 30 monjas.
-1593: En Friedeberg, Neumark.
-1594: En la marca de Brandeburgo, con 80 casos.
-1609-1611: El caso de las ursulinas de Aix. -1613: En Santa Brígida de Lille. -1628: Varias monjas de Madrid. -1632-1638: El caso de las ursulinas de Loudun, con otros similares en Chinon, Nimes y Aviñón.
-1642: El caso de las monjas de Louviers, con 18 posesas.
-1652-1662: El caso de las monjas de Auxonne.
-1670: En Mora, Suecia, y en un orfanato de Hoorn (Holanda).
-1681: EnToulouse.
-1687-1690: En Lyon, con 50 personas.
-1732: En Bayeaux; una epidemia de posesos que duró diez años.
-1740: Diez casos entre las monjas de Unterzell, en la Baja Franconia.
-1857-1862: En Morzine, en la Alta Saboya, con 120 personas endemoniadas.
-1878: En Pledrau, cerca de Saint-Brieuc, y en Jaca (España).
Por último, y como conclusión, podríamos decir que las brujas existieron mientras hubo personas que creyeron firmemente en la existencia de su poder. Nunca hubo tantas brujas como en los siglos en los que la Iglesia Católica difundió el bulo de su realidad como herejía, contradiciendo su propio credo. A partir del siglo XVIII, la cabeza mejor organizada del hombre ilustrado dejó de creer en los efectos de la brujería. Curiosamente, el setecientos es también la época en que comienza a cuestionarse el poder temporal de la Iglesia, la era de la progresiva aconfesionalidad de los estados, el siglo en que se inicia la laicización de las costumbres. Pero asimismo, y para ser justos, también los hombres del clero iniciaron poco a poco un proceso de rectificación. A este respecto, debemos recordar una curiosa décima del padre Feijoo, benedictino, donde abomina, de modo evangélico, de las creencias de la masa, del ignorante vulgo. Valga como ejemplo de lo dicho:
«Por más que el vulgo dé
En que es visión portentosa
Una apariencia engañosa,
Y en ello obstinado esté;
Yo en ningún tiempo creeré
Que una tema es devoción,
Que es milagro una ilusión,
Que la sombra es realidad,
Que la ceguera es piedad
Y el error es Religión».

Fuente: http://www.hechizos.us

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