LA RELIGIÓN EN ROMA

Neptuno

LA RELIGION EN ROMA

Los latinos sentíanse rodeados por las fuerzas de la Naturaleza, diferentes de las humanas y superiores a ellas, que podían aplastarles o darles ayuda y prosperidad: el Sol, las fuentes, la tierra, ciertos animales, los árboles centenarios y aun las cosas inertes. De noche las piedras- límites y numerosos árboles y animales fueron mirados como sagrados: así el roble estaba consagrado a Júpiter, y el lobo pertenecía a Marte.

El romano era de una simplicidad robusta y práctica, desprovisto de imaginación. Así, ni inventó mitologías, ni imaginó a sus dioses bajo una forma humana, y mucho menos se cuidó de escribir leyendas. Tampoco esculpió imágenes de sus divinidades. Vesta no tuvo jamás estatuas, pues sólo estaba representada por el fuego sagrado que no debía extinguirse nunca. En fin, en aquellos tiempos no aparece ninguna especulación profunda sobre la naturaleza de Dios y sobre el origen y destino del universo y del alma. El romano se preocupaba, no de reflexionar acerca del mundo, sino de servirse de él. La generación, la concepción, el nacimiento, la infancia poseían su cortejo de divinidades, teniendo cada una su función especial, cumplida la cual nadie pensaba ya en invocarlas; Cunina velaba sobre el infante en la cuna; Stanana le enseñaba a tenerse en pie; Levana le levantaba cuando caía; Ossipaga fortalecía sus huesos, etcétera. Con frecuencia, esos poderes se hallaban clasificados por grupos bajo un nombre colectivo. Así, las Comenas eran las diosas de las fuentes y no tenían individualidad más consistente que la de nuestras hadas.

INFLUENCIA GRIEGA Y DECADENCIA.
Aquella religión antigua que los romanos llamaban «religión de Numa», del nombre del rey al cual la leyenda atribuye la primera legislación religiosa, empezó a transformarse y, bajo la República degeneró a causa de la infiltración de ideas, leyendas y costumbres griegas en el ambiente romano. Al fin de la República y comienzos del Imperio, era ya un tópico lamentarse de la religión. Los templos se caían, las fiestas estaban abandonadas y las cofradías religiosas carecían de vida. Poetas como Horacio y Propercio, nos dicen que las telarañas cubrían los altares y que las imágenes sagradas estaban ennegrecidas por el polvo. En otro tiempo, los romanos escuchaban los oráculos y augures con fe: el vuelo y gritos de las aves, el apetito y regocijo de los polluelos sagrados, etc. Pero, a partir de las primeras guerras púnicas, la seriedad con que se escuchaba a los augures disminuyó muchísimo. Así, Claudio Pulcher se atrevió a ahogar los polluelos sagrados; Marcelo corrió las cortinillas de su litera por no ponerse en peligro de presenciar algún presagio desagradable, y Flamino hizo caso omiso de auspicios en presencia de Aníbal.

El escepticismo fue ganando el pensamiento de Roma. Así, para Polibdio (126 a. de J.C.) la religión romana no era sino un medio de mantener a la plebe en su ignorancia. Incluso Cicerón, como hombre privado, habló pocas veces de los dioses, se mostró vacilante en cuanto a la inmortalidad del alma y dejó a Trencio el cuidado de sacrificar a Esculapio cuando había sido curado de alguna enfermedad.

La influencia griega fue un corrosivo sensualista que desorientó el sentido práctico de Roma. Hubo, sin embargo, un culto que se mantuvo vivo: el de los muertos. Construidas al borde de las vías romanas, las tumbas recordaban a los transeúntes los misterios del destino del hombre y, para poder adornarlas, se legaban por testamento jardines donde cultivar rosas y violetas. Los epitafios indicaban raras veces la incredulidad, como éste: «Antes existía; ahora ya no existo», o el cinismo, como el siguiente: «Come, bebe, diviértete mucho…». Generalmente se expresaba en ellos el deseo de que el muerto gozara de buena salud o bien que la tierra le fuese ligera. Otras veces, se invitaba a los muertos en términos patéticos a que se aparecieran a los vivientes durante sus sueños nocturnos. Gracias a ese culto de los muertos, el espíritu religioso se perpetuó, transmitiéndose a una edad nueva.

LA RELIGION DURANTE EL IMPERIO.
Octavio, hijo adoptivo de Julio César, creó el Imperio, una entidad capaz de mantener un lazo común a pesar de la multiplicidad de razas y naciones, y la Religión debía ser en ella el más poderoso principio de unión. Empezó por hacerse otorgar (27 a. de J.C.) el nombre de Augusto y siguió el consejo que a los romanos daba Horacio, de reconstruir los templos y santuarios de los dioses. En el año 28 a. de J.C. gastó cerca de cien millones de sestercios en el restablecimiento de las ceremonias tradicionales ya olvidadas y en la reconstrucción de templos que la indiferencia o las guerras habían hecho caer en el olvido. Aumentó los colegios de pontífices, favoreció a las vestales e hizo revivir las lupercales y las saturnales. Horacio escribió versos acerca de la alianza de la piedad con la prosperidad y la dicha.

El voluptuoso Ovidio se asombraba de verse convertido en versificador del calendario religioso, y Virgilio escogió como héroe de su Eneida a un sacerdote, el piadoso Eneas, ingeniándose para introducir en la trama de su poema cuanto tuviese relación con los temas religiosos. El nombre de Augusto entraba en las fórmulas deprecatorias; en las fiestas públicas y privadas se pronunciaban brindis que hubieran muy bien podido tomarse por invocaciones, y muy pronto no bastaron tales honores, y empezó a desarrollarse un veradero culto. Las almas estaban preparadas para esa transición, pues la Filosofía había oscurecido la separación entre la naturaleza divina y el hombre, y los romanos diéronse a imitar a los griegos bajo la dictadura de Julio César.

En vida de éste, el Senado votó la construcción de un templo y la institución de juegos en su honor. Incluso un mes del año tomó su nombre, y después de su muerte, el Senado y los comicios colocaron oficialmente el «Divus Iulius» entre los numerosos dioses de la ciudad, dedicándosele un santuario en el foro. Si bien Augusto rehusó ser llamado dios, en la práctica fue honrado como tal y aceptó que al mes llamado hasta entonces «sextilis» se le denominara Augustus (Agosto). Después de muerto, el Senado le adjudicó honores divinos y se le construyó un templo en su honor. El culto imperial fue un hecho y los emperadores incluso fueron honrados en vida. Aun los más indignos osaban llamarse hijos de Minerva, como Domiciano, o hermanos de Júpiter, como Calígula, Vitelio y Domiciano. En las provincias, el culto del emperador, asociado al de la diosa Roma, adquirió una inmensa importancia política y religiosa. No querer asociarse a él, como lo hicieron los cristianos, equivalía a dejar de ser ciudadano y exponerse a implacables persecuciones. Pero este culto imperial era demasiado oficial para que pudiese satisfacer las tendencias más profundas del alma humana: deseos de purificación, de expiación, de unión con la divinidad, etc.

Otras influencias iban a entrar en juego. El culto de Isis y de Osiris arribó de Egipto. En el año 38 se construyó en el Campo de Marte un templo consagrado a Isis. Desde entonces su culto se extendió por las provincias latinas del Imperio, pero sin reclutar muchos adeptos entre la masa de los provincianos. Las dos fiestas más impresionantes eran las del «navigium isido» y de la «inventio». La primera se celebraba el 5 de marzo. Cuando, al llegar la primavera, comenzaba de nuevo la navegación, una procesión magnífica y extravagante se dirigía al mar. Abría la marcha una mascarada de gente disfrazada, seguían luego los iniciados vestidos de blanco, antorcha en mano o arrojando flores y, finalmente, los sacerdotes de afeitadas cabezas, llevaban las imágenes de los dioses y la urna sagrada que contenía el agua del Nilo. Flautas y sistros acompañaban el canto de las plegarias. Cuando llegaban a la orilla del mar se botaba una nave magníficamente adornada, consagrada a Isis.

Todavía era más emocionante «la invención de Osiris», en la que se conmemoraba la muerte del dios, las pesquisas de Isis para hallarlo, su triunfo definitivo y su resurrección. Todos los años, en Roma, en los primeros días de noviembre, los fieles lloraban la muerte de su dios. Se simulaban, con acompañamiento de cantos fúnebres, los viajes de Isis en busca del cadáver de Osiris. Una vez hallado el cuerpo, se producía una explosión de alegría, y los cantos de triunfo delirante sucedían a las lamentaciones. Desde los tiempos de Artajerjes, el culto de Mitra, originario de Persia, se había extendido mucho por el Mediterráneo. Destruido el imperio de Alejandro, los soberanos de los diversos Estados nacidos de aquella desmembración, se gloriaron de conservar cuanto les unía a la antigua Persia, y en consecuencia, el culto de Mitra fue objeto de honores especiales.

Los soldados, mercaderes y esclavos procedentes de provincias, gradualmente incorporadas al Imperio Romano y diseminados por los diversos puntos del mundo conocido, habían introducido el culto del dios persa. En tiempo de Heliogábalo (218) se intentó elevar al dios Baal, de Siria, a la categoría de divinidad soberana del imperio. Los monstruosos vicios de aquel príncipe y los desmanes a que dieron lugar las fiestas del nuevo Sol, provocaron una reacción contra los cultos sirios. No obstante, persistió la tendencia, que fue creciendo, a reconocer en el Sol la divinidad suprema y universal. Estaba entonces de moda proclamar que todos los cultos se referían a la adoración de un solo dios bajo nombres y ritos diferentes, conforme al genio de cada raza y de cada nación. Por lo tanto, no podía haber religión alguna que fuese falsa, ni ritos desprovistos de significación.

El sacerdote de Isis podía ser gallo de Cibeles, y el devoto de Mitra podía participar de los misterios de Eleusis. Alejandro Severo colocaba las estatuas de Jesucristo y de Abraham entre las de Orfeo y de los Lares, en su oratorio privado. El Sol se había convertido en el símbolo de aquel dios supremo, origen de toda la vida, inmortal y omnipotente. En tiempos de Aureliano (270- 275) el culto del «Sol invencible» triunfó, incluso oficialmente. El emperador le hizo construir un templo magnífico en Roma, instituyó en su honor espléndidos juegos y le colocó en la cumbre de la jerarquía divina, como el «Señor del Imperio Romano». Alrededor del culto del Sol se concentró también la reacción pagana en los días de Juliano el Apóstata (360-363). Este período final de la religión romana, ilustra con elocuencia sobre la grandeza y la miseria del Imperio Romano. Cuando el paganismo se estremecía en un postrer esfuerzo por hallar la verdad, los discípulos de Cristo se disponían a enseñar el camino de la luz.

LAS FIESTAS.
Se pueden clasificar en tres grupos: agrícolas, domésticas y las fiestas dedicadas a los muertos. El día 1º de abril se celebraba la fiesta de las «Fordicia» en honor de Tellus, la diosa de los campos sembrados. Se inmolaban vacas a fin de obtener el crecimiento del trigo oculto aún en el seno de la tierra. El 19 se celebraba una fiesta semejante, las «Ceralia», en honor de Ceres, la diosa de la fuerza productora; más tarde asimilada a Demeter. El día 21 tenía lugar la fiesta de las «Paralia», dedicada a Palés. En este día se adornaban los cerdos con guirnaldas, y el pastor, al frente de su rebaño, ofrecía a la diosa leche y pastelillos de mijo. Luego imploraba el perdón de sus faltas inconscientes; tal vez, sin saberlo, había pisado una tierra sagrada enturbiando fuentes consagradas, o empleando para usos profanos las ramas de algún árbol dedicado a los dioses.

Pedía, después, la prosperidad de su granja para el año siguiente, repitiendo hasta cuatro veces la misma plegaria, de cara al Este; lavábase las manos con el rocío puro, bebía la ofrenda de leche y vino, saltaba la hoguera y hacía que su rebaño la atravesase también. El día 23 de abril les llegaba su vez a las «Vimalia», cuyo objeto era asegurar el éxito de las vendimias de otoño. La fiesta se repetía en agosto, al madurar las uvas. El 23 de abril se celebraban las «Floralia», o fiesta de las flores, y era una jornada de desenfreno popular. En el mes de mayo tenía lugar la fiesta de las «Ambarvalia», y tenía lugar una procesión alrededor de los campos, repetida durante 3 días consecutivos; práctica transformada por la institución cristiana de las rogativas.

Entre las demás fiestas agrícolas interesantes sólo mencionaremos las «Saturnalia», celebradas en honor de Saturno, dios de las sementeras, el 17 de diciembre. Ésta era la gran fiesta popular. En ella los esclavos gozaban de una libertad absoluta, se paralizaban los negocios y se hacían mutuos regalos. La vida doméstica revistió entre los romanos extrema importancia y las fiestas que a ella deben su origen son antiquísimas. Con Jano, dios de las puertas, y Vesta, diosa del hogar, eran honrados los «penates» y los «lares», genios de la casa y de los campos, uno de los cuales, el «lar familiaria», recibía un culto especial en nacimientos, matrimonios, defunciones y hasta el día en que el infante articulaba su primera palabra. Como la casa, cada barrio tuvo también sus genios protectores, que eran honrados con la fiesta de la «Compitalia» (fiesta de las encrucijadas), en diciembre o enero. Finalmente, el Estado acabó por tener también sus lares, cuya fiesta se celebraba el día 1º de mayo.

Más adelante, a compás de la grandeza de Roma, surgió la verdadera mitología latina, al frente de la cual, poderoso y lleno de majestad, se halla Júpiter, el dios indoeuropeo del cielo brillante, invocado bajo los nombres de Zeus, Fulgur, Lucetius, Summanus, como dios del rayo y de la luz. Cuando el Estado comenzó a favorecer con su protección el culto de Júpiter, éste tendió a convertirse en el dios de las relaciones oficiales, a servir de lazo de unión entre las tribus. De aquí las «Ferias latinas», en el mes de abril, fiestas que reunían alrededor del dios a todos los diputados del Lacio.

Cuando Roma dominó sobre todos los pueblos latinos, surgió Júpiter del Capitolio, «Optimus Maximus», que recibía títulos guerreros: Stator, el que detiene la derrota; Víctor, el que da la victoria, etcétera. La piedra sagrada sobre la cual primitivamente se inmolaba la víctima al celebrarse un tratado, tuvo tan estrecha relación con el culto de Júpiter, que la frase «per Jovem lapidem» fue la más solemne fórmula de juramento. Al principio, Júpiter no tenía estatuas. Más tarde, su templo personificó la majestad de Roma. En el Capitolio tenía lugar la ceremonia del paso de la infancia a la virilidad, los magistrados tomaban posesión del cargo y se conservaban los boletines de victoria y tributos de los pueblos vencidos. Juno, compañera de Júpiter, fue la protectora del matrimonio y del nacimiento. Marte fue el dios favorito de los romanos. Sus sacerdotes, los salios, habrían sido creados para guardar los escudos- talismanes, símbolos del rayo.

Del 1 al 23 de marzo paseaban por la ciudad, cantando, danzando y golpeando sus escudos, uno de los cuales se decía caído del cielo. Marte, convertido en dios guerrero en la época histórica, tenía también sus fiestas de carácter militar. Le estaban consagradas las carreras de caballos de guerra, que se celebraban en los días 17 de febrero, 14 de marzo y 15 de octubre. En esta última, el caballo vencedor era sacrificado al dios Marte por el «Flamen Martialis». Los ciudadanos romanos se reunían cada 5 años en el campo de Marte (Campus Martius), en hábito de guerra, para una purificación solemne y censo general. Se ofrecía al dios el sacrificio de un cerdo, de un carnero y de un toro, y se le dirigían plegarias para obtener la victoria en las guerras venideras. Quirino era uno de los dioses importantes en su origen, aunque más tarde pasó a segundo término. Primitivamente formó, con Júpiter y Marte, una tríada divina a cuyos sacerdotes cedían el paso todos los demás, hasta que fue eclipsada por la tríada etrusca: Júpiter, Juno y Minerva. Jano y Vesta eran dos divinidades que se presentaban con frecuencia asociadas. Para los antiguos habitantes del Lacio, la puerta de la casa (Ianua) y el hogar, eran cosas sagradas. De aquí nació el culto de Jano y de Vesta.

El numen de la puerta llegó a ser con el tiempo el que protege la entrada y la salida, la partida y el regreso. Por esto miraba hacia adelante y hacia atrás y se le representaba con dos caras; dios de todos los comienzos, de la mañana, del año y del primer mes (Ianuarius), se le ofrecía el primer sacrificio del año y era el primero a quien se invocaba en las fórmulas deprecatorias. El culto de Vesta puso de relieve la tendencia de los romanos a marcar con un sello religioso los incidentes más vulgares de la vida. En las sociedades primitivas, el fuego era un elemento precioso, difícil de obtener y conservar. Para que no se extinguiera jamás el fuego de una casa, se confiaba a las hijas el cuidado de avivar la llama. He ahí, en germen, el colegio de las vestales, compuesto de muchachas que hacían voto de castidad, bajo la amenaza de ser enterradas vivas si lo quebrantaban, y de velar el fuego inmortal que ardía en el hogar central de Roma. Minerva fue la diosa de los artesanos, confundida más tarde con la Atenea de los griegos; Venus, diosa de los jardines, debía convertirse en una igual de Afrodita, y Hércules, idéntico al Heracles helénico, del cual tomó la forma y el indomable valor.

Los pueblos indoeuropeos creían que el fantasma del muerto continuaba viviendo en la tumba donde yacía el cadáver. Por esto enterraban con él alimentos, armas y joyas, y algunas veces sacrificaban sobre ella a su mujer y a sus esclavas. Pero estas ofrendas no eran siempre suficientes. Los muertos eran espíritus celosos y maléficos y volvían a la luz para robar alimentos o beber la sangre humana que debía reanimar su lánguida existencia. Para rechazarlos y apaciguarlos, los romanos celebraban las «Lemuria» los días 9, 11 y 13 de mayo. Los «lemures» eran los espíritus de los muertos, de los aparecidos.

A medianoche, el jefe de la familia se levantaba y con los pies descalzos recorría los pasillos de la casa haciendo chasquear los dedos para espantar a los espíritus, arrojando hacia atrás, sin volver la cabeza, habas negras y repitiendo nueve veces seguidas: «Con estas habas me rescato y rescato a los míos». Finalmente, después de una lustración con agua sagrada, golpeaba una placa de bronce, repitiendo otras nueve veces: «Espíritus de mis antepasados, fuera de aquí». A medida que la civilización progresó, los romanos se habituaron a considerar a los muertos como miembros de la familia que vivían en una especie de ciudad de los muertos. Hubo entonces deberes que cumplir para con los difuntos: ofertas de miel, leche y aceite, guirnaldas y rosas, y celebración de una comida, a la cual invitaban al muerto, pedían su bendición y se despedían de él con estas palabras dirigidas al alma desde entonces bienaventurada: Salve, sancte parens («Salud, oh padre santo»).

El día 22 de febrero toda la familia se reunía de nuevo en la casa para un convite común. Esas ceremonias sentimentales deben ser consideradas como una excepción en la vida de los romanos. Práctico, positivo y formalista, el romano mantuvo una actitud de respeto, «pietas». El dios, a su vez, estaba obligado a pagarles en la misma moneda. Violar el contrato hubiese sido «impietas»; ir más allá de lo obligado, una exageración, «superctitio». Lo que llamamos devoción, estaba fuera del pensamiento romano y el entusiasmo místico le hubiera chocado. Por esto no favorecía la piedad individual. Apenas si Catón permitía a los esclavos de la granja celebrar una sola fiesta al año.
El jefe de familia ejercía el oficio de sacerdote de su casa y sacrificaba en nombre de todos. Paralalelamente, el culto público se concentró en manos de funcionarios y magistrados, de manera que no existía una casta sacerdotal poderosa. En la ejecución de este contrato religioso, los romanos se mostraron esclavos de un formulismo tal, que Enrique Heine pudo apellidarles «soldadesca de casuistas».

¡Y menos mal si aquellos ritos tan severamente exigidos hubiesen sido sencillos! Pero nada de eso; frecuentemente eran tan complicados, que el orante necesitaba la presencia de dos sacerdotes: uno que le fuese dictando la fórmula que debía pronunciar, y otro con el libro abierto para cerciorarse de que había sido fielmente pronunciada. Este cuidado de las prescripciones sagradas revelaba un temor reverencial. Vivir en paz con los dioses (pax deum), estar en buenas relaciones con ellos, era su constante anhelo, y cuando el fiel había cumplido su voto, usaba esta fórmula: «He cumplido mi voto con el derecho y buena voluntad que convenía».

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